Los claretianos conocieron las andanzas del cura J. P. V. dos décadas después, según admite por primera vez el que fuera responsable de la orden en Madrid entre 2004 y 2006, el padre Miguel Ángel Velasco. El cura, sin embargo, no fue expulsado de la congregación y agotó su vida pastoral en la parroquia Nuestra Señora del Espino de Madrid. “Le dije que no se acercara a niños y adolescentes. Solo oficiaba misas”, justifica Velasco. “Le vigilamos. Estuve encima de él. Tuve una charla muy seria y me dijo que estaba de acuerdo con su nueva situación (mantenerse alejado de menores)”, añade. El superior claretiano no aclara cómo consiguió apartar al cura de los menores en una parroquia donde hay niños y adolescentes. Y reconoce que no se planteó denunciar el episodio, aunque de haberlo hecho, habría caído en saco roto: el delito de abusos sexuales a menores prescribe a los 15 años y ya habían pasado más de 20. Tras abandonar el Colegio Claret, J. P. V. aterrizó en el colegio mayor Jaime del Amo de Madrid, según el padre Velasco, que hoy coordina a los misioneros de este movimiento religioso.
Tras muchos años de los abusos el cura claretiano siguió ejerciendo como sacerdote
Para entender esta historia hay que remontarse a 1975. Fernando García-Salmones tiene 14 años, ocho hermanos y pertenece a una acomodada familia que regenta tres cafeterías en Madrid. Junto a su gemelo, son matriculados en el colegio Claret. Al contrario que el resto de los adolescentes, no juega al fútbol. Y permanece solo en el patio hasta las siete de la tarde. La estampa atrae pronto la mirada del profesor de religión, un docente que (según la víctima) se presentaba ante sus alumnos como un guardián de la ortodoxia. “Una tarde lluviosa vino al patio a por mí. Me ofreció secarme en su habitación. Era un cuarto austero en una zona donde residía con otros sacerdotes. Empezó a tocarme mientras me preguntaba por qué estaba solo”, recuerda García-Salmones.
Esa jornada de 1975 arrancó un ritual que (según declara el agredido) duró casi dos años. “El cura me usaba como si fuera una prostituta. Llegaba, me desnudaba, me violaba y me despachaba. ¿Ver todos los días a un niño entrar y salir de la habitación del cura no despertó sospechas en otros sacerdotes?”, se pregunta este licenciado en Bellas Artes. Fernando García-Salmones reconoce que ocultó la secuencia a familia y amigos. Y que el clérigo le amenazó con contar a sus padres lo que ocurría tres veces por semana en su minúsculo cuarto. “Un día, J. P. V me forzó a tener sexo junto a otro sacerdote. Antes, me dio una bofetada”, relata sobre un encuentro que recuerda “breve” y donde tuvo después que limpiar la habitación y hacer la cama donde fue violado.
La víctima reprocha el comportamiento de su familia. "¿Cómo puede ser que mi madre nunca sospechara nada? Su hijo llegaba a casa con la ropa interior con sangre…", afirma para añadir después: "¿Es normal que mi hermano y su esposa participaran en un homenaje al cura después de saber lo que me hizo?". García-Salmones vincula las reticencias familiares con el omnímodo poder de su verdugo. Un sacerdote conectado con un alto cargo franquista que aparece en las crónicas de la época flanqueado por almirantes y jefes de la Armada. El párroco oficiaba bodas a las que asistía el consejo de ministros de la dictadura en pleno.
El fantasma de transformarse en un depredador, de reproducir en otros lo que le hicieron a él, atormentó a esta víctima durante décadas. “Fui a terapia para no convertirme en un depredador. Me daba miedo eso de que el abusado se convirtiera en un abusador. Nunca he tratado con menores”, zanja. Ocho años después de abandonar el colegio, García-Salmones envió una carta a su director. Asegura que no recibió respuesta ni llamadas. Y que, cuando decidió lidiar la batalla en los tribunales, en 1995, el delito ya había prescrito.
Continuas denuncias de abusos sexuales en colegios católicos de España
La violación, invisible en la confesión
La liberación de García-Salmones llegó en 1977. Fue entonces cuando el sacerdote que le angustió se fijó en otro estudiante, Enrique Sacristán. Con 15 años, Enrique Sacristán recibió una tarde la llamada de su profesor de religión, J. P. V. El cura le eligió entre el rebaño para ultimar los preparativos de una misa. “Tenía idolatrado a aquel cura. Era como la representación de Dios en la tierra”, explica este antiguo funcionario de Hacienda de 56 años que se gana la vida dando clases de español por la red desde su casa de Oliva (Valencia, 25.448 habitantes).
Enrique Sacristán relata que el cura le dio las llaves de su cuarto el mismo día que empezaron los abusos. El sexo con el clérigo se prolongó hasta que la víctima cumplió 18 años. “El día que fui a decirle que ya no podía más se lo tomó muy mal. Creo que le causé un trauma”. Mientras duraron las agresiones, el cura confesaba a su víctima. “Me imponía el rezo cuando le decía que me había masturbado y pasaba por alto los abusos a los que me sometía”, comenta contrariado. Dos décadas después, con el delito prescrito, Enrique Sacristán abordó al religioso en una céntrica calle de Madrid. “Reaccionó como si nunca hubiera pasado nada”, recuerda este docente que también dejó constancia de las agresiones en un diario infantil.
La liberación de García-Salmones llegó en 1977. Fue entonces cuando el sacerdote que le angustió se fijó en otro estudiante, Enrique Sacristán. Con 15 años, Enrique Sacristán recibió una tarde la llamada de su profesor de religión, J. P. V. El cura le eligió entre el rebaño para ultimar los preparativos de una misa. “Tenía idolatrado a aquel cura. Era como la representación de Dios en la tierra”, explica este antiguo funcionario de Hacienda de 56 años que se gana la vida dando clases de español por la red desde su casa de Oliva (Valencia, 25.448 habitantes).
Enrique Sacristán relata que el cura le dio las llaves de su cuarto el mismo día que empezaron los abusos. El sexo con el clérigo se prolongó hasta que la víctima cumplió 18 años. “El día que fui a decirle que ya no podía más se lo tomó muy mal. Creo que le causé un trauma”. Mientras duraron las agresiones, el cura confesaba a su víctima. “Me imponía el rezo cuando le decía que me había masturbado y pasaba por alto los abusos a los que me sometía”, comenta contrariado. Dos décadas después, con el delito prescrito, Enrique Sacristán abordó al religioso en una céntrica calle de Madrid. “Reaccionó como si nunca hubiera pasado nada”, recuerda este docente que también dejó constancia de las agresiones en un diario infantil.
El coordinador de los colegios claretianos de Madrid, Basilio Álvarez, esgrime que la congregación maneja un protocolo que contempla la denuncia a la fiscalía. Y dice desconocer el caso en el colegio Claret del cura J. P. V. Su hermano, el padre Velasco, hoy alto cargo en la orden, supo del asunto hace 15 años.
A la casa de presas Vulnerables
"Él sabía muy bien a quién podía cazar, cuál era el entorno familiar y los problemas de cada chaval". El guía turístico Fernando García-Salmones asegura que el sacerdote J. P. V. rastreaba con celo a sus futuras presas en el patio del colegio Claret. Tenía, dice, predilección por los débiles. "Yo era un niño que no jugaba al fútbol, solitario y eso le llamó la atención", explica. El agredido cree que los abusos de este clérigo "simpático, irascible y mandón” le privaron de la inocencia. Y que esto le provocó "falta de seguridad y baja autoestima".
La táctica de caza del religioso, un clérigo popular entre los estudiantes por presidir en su día la asociación de antiguos alumnos, también la suscribe su otra víctima, Enrique Sacristán. "Cuando le enseñé al cura mi diario y se enteró de mis problemas, se frotó las patitas", recuerda este docente que, junto con García-Salmones, coincide en definir al pastor que le atormentó entre 1975 y 1978 como "un depredador". García-Salmones y Sacristán se comunicaron por separado con este periódico para denunciar el caso de J. P. V. Coinciden en que no son las únicas víctimas.
"Él sabía muy bien a quién podía cazar, cuál era el entorno familiar y los problemas de cada chaval". El guía turístico Fernando García-Salmones asegura que el sacerdote J. P. V. rastreaba con celo a sus futuras presas en el patio del colegio Claret. Tenía, dice, predilección por los débiles. "Yo era un niño que no jugaba al fútbol, solitario y eso le llamó la atención", explica. El agredido cree que los abusos de este clérigo "simpático, irascible y mandón” le privaron de la inocencia. Y que esto le provocó "falta de seguridad y baja autoestima".
La táctica de caza del religioso, un clérigo popular entre los estudiantes por presidir en su día la asociación de antiguos alumnos, también la suscribe su otra víctima, Enrique Sacristán. "Cuando le enseñé al cura mi diario y se enteró de mis problemas, se frotó las patitas", recuerda este docente que, junto con García-Salmones, coincide en definir al pastor que le atormentó entre 1975 y 1978 como "un depredador". García-Salmones y Sacristán se comunicaron por separado con este periódico para denunciar el caso de J. P. V. Coinciden en que no son las únicas víctimas.
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